Una historia bonita
martes 27.oct.2015 por Ricardo Olmedo 0 Comentarios
Alguno llegó en patera, otros a saber cómo. Pero llegaron. Porque los hubo que se quedaron por el camino. Por el amargo camino de los inmigrantes y refugiados. De la mano de sus madres, dejando tierra y familia, dejando paisajes donde alguno aprendió a andar y a ese vivir como niño bajo la luz africana. Otros nacieron aquí. Sus madres los nacieron en esta otra tierra a la que vinieron a ganarse la vida, huyendo de hambrunas, miserias y caminos cortados para desarrollarse como personas.
Me los he encontrado en casa de las religiosas reparadoras del Sagrado Corazón. En Majadahonda, muy cerquita de Madrid. Allí están Dioume, Fatoumata, Joseph, Esperanza, Mirian... hasta doce. Esta docena de vidas y sonrisas viven con las hermanas y estudian en el colegio que tienen ellas junto a su casa. Estas mujeres, valientes, decidieron reformar su vivienda y acoger a hijos de mujeres africanas cuya situación no es la mejor para cuidar y criar a sus hijos. De lunes a viernes desayunos, comidas, cenas, deberes, colegio, excursiones, el dalsy cuando están malitos, los baños, los mimos y el cariño, muchas dosis de cariño.
Estos doce niños y niñas son de Camerún, Senegal, Sierra Leona, Costa de Marfil, Ruanda o Nigeria: una geografía de la escasez, un mapamundi de angustias. Y no hablo de oídas porque he estado en todos esos lugares, excepto Nigeria. Esta docena de criaturas no sabe aún la suerte que han tenido, gracias a esas mujeres valientes que han puesto sus vidas al servicio de los más frágiles, de los más vulnerables. Y lo hacen sin aspavientos, con la normalidad de las madres de familia que viven y se desviven por sus hijos.
Las hermanas no quieren "institucionalizar" el asunto, sino crear un hogar donde las madres puedan dejar tranquilas a sus hijos para seguir luchando por ganarse la vida, aunque no lo tengan fácil, aunque trabajen por cuatro perras, aunque no les hagan contratos, aunque las engañen, aunque tengan que malvivir en una habitación con derecho a cocina. De esas fatigas se libran sus hijos porque comen y duermen caliente, van a un buen cole y hay gente con tiempo para cuidarlos. Toda una historia de esas bonitas que me encuentro cuando hago nuestros reportajes.
Esa historia va dentro de un programa que cuenta lo que hace la Asociación Karibu, que se ocupa y preocupa por las personas inmigrantes y refugiadas africanas que llegan a España. Ahora cumplen 25 años de trabajo. Cientos de voluntarios y colaboradores echan una mano. Como estas religiosas de Majadahonda que, entre la merienda, los juegos y los deberes, me cuentan que están felices. Y no lo dudo. Me lo creo porque veo la sonrisa de Mónica y Paola, la alegría de Oluwatoyin o la carita de Samuel, que esta mañana estaba con unas decimillas de fiebre y, ahora, con el pijama y el albornoz, quiere jugar con los demás. Porque la vida, para estos hijos de la inmigración, todavía es un juego. Menos mal.