Una montaña inmensa de tierra negra volcánica, y a sus pies un caserón abandonado gris, rodeado por un constante ir y venir de policías enfundados en sus trajes azules.
Son los colores y el paisaje que estos días tenemos en la retina, los periodistas que cubrimos el laborioso trabajo que está resultando sacar de un pozo infernal en Jinámar, Gran Canaria, unos posibles restos humanos . Hasta la UME, el ejército, se ha sumado al intento de rescatar de las profundidades, la esperanza de que esos huesos puedan ser de la joven desaparecida Sara Morales.
Pero la esperanza, aunque en este caso, se rescate con grúa y una potente bomba para achicar el agua del pozo, es el peor de los males. Lo decían ya los griegos, en una visión muy fatalista de la vida, y citaban a Pandora y su caja; ajenos al drama de Nieves Hernández, la madre de Sara, y el de todos los padres y familiares de desaparecidos.
Y es que en estos casos, sobre todo en estos casos, la esperanza no tiene salida, y los finales felices son complejos. Si se confirman que los huesos son de Sara, es una tragedia para la familia; la confirmación de que su hija está muerta. Si no, es otra vuelta de tuerca a la incertidumbre. Otro golpe a una vida marcada por una sóla pregunta: ¿Donde está?.
Es el drama de este tipo de realidad al que estos días me acercó llevando en la cabeza el cartel con las fotos de todos los desaparecidos, mayores y pequeños, que cuelga en las paredes de los grupos de la Policía Nacional y de la Guardia Civil.
Fotos de los niños, Yeremi Vargas, el niño Pintor de Málaga, de la propia Sara, por citar algunos, que miran a la cámara con una sonrisa. Esa sonrisa, que sin saber ni porqué ni cómo, se desvaneció un día.
Para la policía siguen siendo casos abiertos, y ante cualquier pista o indicio, el archivo se activa, y la siguen. Dicen, los que conzco, que todo sea para aliviar el sinvivir de esos padres marcados por los recuerdos de las sonrisas que dejaron de ver.