Los premios Nobel y el mal periodismo
lunes 23.sep.2013 por Pepe Cervera 0 Comentarios
En 1888 el sueco Alfred Nobel era muy conocido en toda Europa, entre otras cosas como una de las mayores fortunas del continente. Pero no sólo por su riqueza era famoso, ya que su dinero tenía un aroma atroz; el buen multimillonario había obtenido sus fabulosos ingresos vendiendo muerte. O al menos de eso le acusaban sus detractores. Químico de profesión y ligado familiarmente a la producción de armamento aunque pacifista de creencias, Alfred Nobel se dedicó a crear explosivos más potentes y seguros con destino a la industria y a la ingeniería. Para ello no sólo consiguió dominar a la inestable y peligrosa nitroglicerina que había descubierto en 1847 Ascanio Sobrero convirtiéndola en dinamita, sino que creó el casquillo detonador y otras mejoras de seguridad. A su nombre está también la invención de la Gelignita, uno de los primeros altos explosivos que podían usarse de modo seguro, y la Balistita, una pólvora sin humo que se utilizó en cartuchos de fusilería. El pacifista sueco también era dueño de la empresa de acero Bofors, que bajo su mandato se especializó en la fabricación de cañones, fusiles y otro armamento. En suma, la acusación de que Alfred Nobel se había enriquecido con la muerte y la destrucción no estaba muy equivocada, y sus críticos esperaban la ocasión de propagarla; por ejemplo, en su fallecimiento. Claro que una vez muerto lo que dijeran los críticos le habría molestado poco.
La carambola es que Alfred Nobel tuvo una experiencia muy poco común: presenciar el día después de su funeral. En 1888 Alfred vivía en París cuando falleció su hermano mayor, Ludwig Nobel, mientras veraneaba en Cannes. Algunos periódicos franceses se confundieron de Nobel y aprovecharon para ajustar cuentas: las noticias de la supuesta muerte del industrial sueco se vieron acompañadas por un torrente de invectivas que lo pintaban como un ser amoral, despreciable y casi demoníaco. 'El mercader de la muerte ha muerto', tituló su acerba necrológica un diario francés. Alfred Nobel tuvo por tanto ocasión de contemplar el baño de ignominia que le esperaba tras su inevitable muerte. Su pasado iba a manchar de modo indeleble el recuerdo que tuviera el futuro de él. Tras su fallecimiento todo sería malicia.
Pero como explicábamos, Alfred no había muerto aún, así que decidió cambiar el recuerdo que los siglos tuviesen de él mediante un enorme acto de generosidad. Y así se decidió a crear los premios que todavía llevan su nombre en su testamento, que escribió y firmó en el club sueco-noruego de París. En el documento Nobel dedicó a los premios casi toda su fortuna; a su familia no le hizo ninguna gracia. Como tampoco a sus empleados, ni al gobierno sueco, que criticó el carácter internacional de los galardones (ellos hubiesen preferido que fuesen sólo para suecos). El monumental error de la prensa gala, confundiendo al fallecido hermano mayor con Alfred, impulsó a éste a modificar su memoria. Y como coronación el premio más especial, y el que más discusiones y polémicas ha provocado a lo largo de los años: el Nobel de la Paz, diseñado para borrar de la memoria de la humanidad el origen bélico de la fortuna que le da sustento. Gracias al mal periodismo se crearon los premios; gracias al buen periodismo hoy recuperamos la memoria del verdadero origen de los Premios Nobel. Vaya una por la otra.