Evolución del altruismo
jueves 22.oct.2015 por Pepe Cervera 0 Comentarios
Tendemos a pensar en la evolución con la fórmula decimonónica de la naturaleza con los dientes y las garras manchados de sangre; el triunfo de los fuertes sobre los débiles, la pujanza de los más bestias sobre los menos físicamente dotados. Pero el triunfo evolutivo de animales sociales como las hormigas o las abejas demuestra que a veces la cooperación entre individuos le puede a la fuerza bruta; que muchos trabajado juntos vencen respecto a pocos y aislados, por muy fuertes que puedan parecer.
De hecho incluso animales tan potentes individualmente como los búfalos africanos, considerados entre los más peligrosos de la sabana africana, trabajan en manadas: su defensa frente a los leones depende de la cooperación entre individuos que les permite vencer a grupos de caza organizados de uno de los felinos más letales del mundo como en la famosa Batalla en el Kruger. Y no sólo búfalos y leones; muchos, la mayoría de los mamíferos viven en sociedades en las que la cooperación supera al enfrentamiento directo. Y en ningún grupo como el nuestro: los Primates.
Un ejemplo: las sociedades que cazaban ballenas, como los arrantzales vascos antes de la Edad Media, o los balleneros de Lamalera, en la Isla de Lambata en Indonesia, o los Makah (inuit del estado de Washington en EEUU). Aquí tenemos a un ser físicamente mediocre, como es el ser humano, sin colmillos ni garras, sin una fuerza descomunal ni una velocidad extrema, que sin embargo se enfrenta (y vence) con una tecnología muy rudimentaria a una de las criaturas más grandes y físicamente más poderosas del planeta, y encima en un elemento (el agua) que esta criatura domina y donde el humano está en desventaja. ¿Cómo lo consigue? Porque no va solo: únicamente decenas de humanos trabajando en estrecha cooperación pueden cazar a una ballena. La cooperación nos permite así acceder a recursos que no podríamos alcanzar por nosotros mismos.
Pero no sólo eso: los humanos cuidamos a nuestros heridos y enfermos, un instinto que permite sobrevivir y aportar a personas que están enfermas o ancianas, lo que aumenta la capacidad disponible en el grupo y que sin duda ha tenido repercusión en la anormalmente larga infancia de que disfrutamos. La infancia larga nos permite desarrollar nuestra inteligencia y la supervivencia de ancianos y enfermos nos permite desarrollar, almacenar y traspasar cultura. Sabemos también que este tipo de cooperación con personas incapaces físicamente se remonta a nuestros antepasados;: algunos esqueletos fósiles como el Viejo de la Chapelle aux Saints, un yacimiento neandertal clásico, o el cráneo de Benjamina de Atapuerca presentan claras muestras de enfermedades incapacitantes. El viejo o la niña jamás habría alcanzado la edad que tenían sin ayuda.
El mecanismo clásico para explicar la evolución del altruismo se llama selección de parentesco, o familiar, y postula que al vivir en grupos pequeños con fuerte componente familiar cuando ayudamos a otro al final estamos mejorando la posibilidad de supervivencia de nuestros genes. Pero sabemos que tanto en personas, donde abundan los ejemplos, como en parientes cercanos como los chimpancés se puede producir cooperación e incluso altruismo con individuos que no son parientes; es decir, que no hay una recompensa evolutiva en forma de ventaja para nuestros genes por la vía familiar. En estos casos parece que se produce lo que se llama selección de grupo, y el mecanismo es la reciprocidad: yo te hago un favor porque te conozco y tú me conoces a mí, y mañana me harás tú un favor a mí.
La empatía, que es un mecanismo básico de nuestro cerebro clave en la educación y en la socialización, también juega un importante papel. Somos capaces de ‘ponernos en el lugar del otro’, de imaginarnos a nosotros mismos sufriendo lo que él sufre, y de esta manera despertamos sensaciones de simpatía que nos empujan a cooperar. Ese mecanismo nos beneficia cuando el que tiene problemas somos nosotros; la cooperación en dos sentidos asegura que los grupos que la practican tendrán mayor capacidad de supervivencia que aquellos que no lo hacen.
De hecho estas raíces se remontan muy atrás, ya que pueden verse al menos en estado vestigial en la mayor parte de los mamíferos. Está enraizado en el modo de reproducción de este grupo, con crías que deben ser cuidadas y amamantadas, para lo cual es necesario que las madres reconozcan a sus crías y respondan a sus señales. A partir de esta capacidad de comunicación y respuesta es sencillo extender la cooperación mucho más allá. Como hemos visto la cooperación tiene una gran ventaja evolutiva para quien la practica, por lo que se puede extender con rapidez. Y así aparecen conductas de cooperación en casi todos los mamíferos, desde la defensa cerrada de los búfalos africanos hasta los ataques en manada de los grandes felinos o de las hienas, con conductas como las llamadas de alerta o el reparto de las presas cazadas. En humanos este tipo de conductas y mecanismos existen, pero hemos inventado un elemento más que nos ha permitido ir mucho más lejos: la reputación.
En efecto, la cooperación tiene un problema: a un individuo concreto le puede interesar de modo egoísta abusar de estos mecanismos en su favor. En teoría esto le favorecería en el sentido evolutivo, con lo cual la población se llenaría en pocas generaciones de egoístas (halcones) abusando de los cooperadores (palomas). Pero esto sólo ocurre si las ‘palomas’ son ingenuas, es decir, no son capaces de reconocer y recordar a los abusones. En las sociedades humanas, sobre todo en las que exigen mayor cooperación entre individuos para la supervivencia, aparece un fuerte sentido de la equidad basado en el reconocimiento personal: es decir, en la reputación. Por eso, por ejemplo, nos portamos mejor cuando en una foto alguien nos mira: porque la reputación es importante en nuestra sociedad. Porque hasta la cooperación y el altruismo son, de alguna manera, egoístas, en el sentido de que nos favorecen también personalmente. Y en la evolución eso cuenta.