La empatía y los conejos imaginarios
lunes 22.may.2017 por Pepe Cervera 0 Comentarios
Los paisajes infinitos del videojuego de realidad virtual Second Life están desde el pasado sábado trufados de conejitos muertos de hambre debido al trabajo de una manada de abogados silvestres. La situación es retorcida e ilustra los tiempos que vivimos: los conejitos virtuales han de ser ‘alimentados’ con una especie de pienso etéreo que no puede ser copiado ya que la empresa que los vende (conejos y pienso) ha recibido una amenaza legal y debe cerrar sus servidores, por lo que el alimento dejará de funcionar. La consecuencia son conejos en hibernación, o en su defecto (a ultima hora se introdujo un hack) lagomorfos eternos que no necesitan comer, pero son estériles. El titular huele a siglo XXI y puede dar lugar a toda una serie de reflexiones como que en este mundo virtual vamos a morir todos, que en el ciberespacio los sistemas de protección anticopia son una abominación y provocan delirantes paradojas o la sorpresa de descubrir que Second Life aun existe (¿recuerda alguien el mitin de Llamazares?). Aunque quizá lo más llamativo sea algo más simple y menos vinculado al siglo en el que vivimos, aunque profundamente anclado en nuestra historia y esencia, a saber: ¿por qué nos importa tanto el destino de unos conejos virtuales?
Porque estamos hablando de apenas un puñado de bits que codifican una imagen en una pantalla creada por una serie de puntos de color. Los conejos en cuestión no tienen entidad física, y de hecho no son ni siquiera particularmente realistas; ni en su aspecto exterior (esos ojazos) ni en su comportamiento. Ni siquiera necesitan comer, como lo demuestra que unas líneas de programa les pueden extirpar esa característica: se trata de simulaciones, de juguetes hechos para engañar nuestros sentidos y a nuestro cerebro. Y es ahí donde debemos mirar: en el cerebro, que es donde estas imágenes y comportamientos programados, estos falsos conejos digitales evocan nuestra empatía sin que podamos evitarlo. Conectan con nuestras emociones más básicas, con el deseo de proteger a nuestros cachorros (y los de cualquier animal u objeto que los emule), con nuestra tendencia a ponernos en el lugar del otro, aunque ese otro sea un animal e incluso no tenga existencia ‘real’. Para nosotros esos conejos irreales evocan circuitos cerebrales (y emociones) muy reales.
Y por eso miles de personas se pueden sentir desoladas, molestas o enfadadas ante la noticia de que unos programas de ordenador van a dejar de funcionar como lo hacían antes debido a una abstrusa disputa legal; por eso hay movilizaciones, y peticiones, y firmas, y hasta se crean ‘milagros’ tecnológicos haciendo que los propietarios de estos tamagotchi sin encarnación física puedan vivir eternamente. Porque los humanos no sólo somos una especie capaz de crear ficciones, sino que somos capaces de empatizar con esas invenciones e incluso desarrollar sentimientos sobre ellas. Es una de nuestras características más básicas, una que nos permite interactuar en grandes grupos y coordinar nuestros esfuerzos para conseguir maravillas. Y que es capaz de manifestarse en forma de tristeza, pena y desolación por el terrible destino de unos conejitos imaginarios.