El último cartero de Rusia
viernes 14.ago.2015 por Javier Tolentino 0 Comentarios
Reconozco que me siento muy lejos y muy lejano de una opinión cinéfila y cinematográfica que sigue subiendo y bajando el pulgar, salvando la vida o perdonando a los autores que van desfilando por las pantallas. Andrei Kontchalovsky me fascinó con la fantasía de su Cascanueces, con la ternura de su árbol de Navidad, con la ingenuidad larvada en las decenas de noches de su vida, amando el invierno. Pero si el cine de animación, el cine de aventuras y ese cine que toca los dedos con la novelería de los sueños se convierte o se traduce en un cierto cine de la verdad, que sus personajes son de carne y hueso, que se interpretan a si mismos y que son ellos los protagonistas geográficos de la historia profunda del pueblo ruso, entonces estamos hablando de otra cosa. Nos encontramos hablando de un cineasta pisando varios territorios: el de la obsesión por el encuadre, por la fotografía, por el sonido (fiel a la vieja escuela de Moscú) y el dirigir a las personas para que dibujen sus propios personajes. Neorrealismo italiano y cine contemporáneo de lo real.
No sé de donde diablos se han sacado eso de El cartero de las noches blancas, pero siguen los cronistas salpicando a Kontchalovsky de haber tejido una película sin trama, sin drama. Una película -escribe un colega- donde nada pasa y no importe que pase nada. Talento al crítico no le falta pero claro que a este cartero le pasan más cosas que a Batman o que a los personajes de Love (Gaspar Noé). Este es un cartero enamorado al que la mujer a la que ama le deja abandonado en el paisaje, un cartero que sabe cuidar de su gente y de sus hijos, algo que no hace falta que les cuente lo que pasa en los lugares donde tanto pasan que no están. Un cartero que es de otro mundo, lejano, aislado y que se derrumba por el abandono pero no por el acoso y el deterioro de los bandidos. Amo profundamente la técnica tarkovskiana de Kontchalovsky: impecable fotografía, planos y enfoques de un espacio a diez mil kilómetros de Vladimir Putin, a mucha distancia de una Europa en manos de las multinacionales y de los negocios de la bolsa. Personajes que interpretados por si mismos serían imposibles para Clint Eastwood o Robert De Niro. Sigan, sigan ustedes con los viejos esquemas del cuento y del relato, de los fallos de guión y de las faltas de estructuras. Déjenos a solas con este cine de lo real obsesionado por la luz y por un ritmo de blues (sería más propio de balalaika, de espíritus independientes que no se venden ni a ustedes ni al mercado).
El primer plano del cartero sólo ante la grandeza del lago es digno de la épica narrativa rusa, del delito histórico cometido contra el pueblo ruso, primeros los zares, después los hijos de Stalin y ahora sus nietos, encaramados entre el Kremlin y el Támesis. No me extraña que primero Andrei Tarkovski, después Alexandr Sokurov, también Andrey Zvyagintsev y, por supuesto, El cartero de las noches blancas, de un verdadero sabio como es Andrei Konchalovsky, hayan descrito tan certeramente el Apocalipsis y la sistemática destrucción del don apacible del pueblo ruso.