Más palabras...
Ya está en marcha la semana. Una más. La vida sigue, pasa, traspasa. Aún no he despertado desde el domingo. Me apetece hacerlo, escribir, y puedo elegir qué dejar aquí. Suelto al viento blanco de este blog una humilde pieza recién salida del horno. ¡Cuidado que aún quema! Hoy digo poco y lo poco que digo suena así, como una bellísima canción de Tom Waits, Blow win blow, que también os ofrezco. Os dejo otra versión, muy apropiada para escuchar mientras se lee lo que viene. Tenéis tres minutos y veintiocho segundos para hacerlo... ¡Venga! Espero sea también de vuestro agrado. La próxima prometo hablar de televisión, de información, de los Telediarios, de algo más concreto y terrenal. Hoy no puedo...
Pisó los primeros restos del otoño y el crujir de las hojas bajo sus pies le pareció el de su propio corazón. Ese fue el único sonido que rompió el silencio aquella tarde. Se detuvo y miró alrededor. Le pareció haber oído unos pasos leves tras de él. Se equivocaba. La arboleda estaba desierta, absolutamente desierta. Estaba solo, seguía solo, más solo que siempre, que nunca.
Había conseguido evitar esa idea desde hacía ya unas horas, la de la soledad infinita que le oprimía. Ella ya no está. Se ha marchado. No volverá. Cada vez que esos pensamientos regresaban, todo a su alrededor lo sentía ajeno, absurdo, insoportable. Y quería morir, o tal vez saber o poder vivir de otra manera. La inquisidora nostalgia lo tenía preso, torturado, separado del mundo y de su cuerpo. Éste vagaba por ahí ocupado en los asuntos cotidianos sin ánimo, sin fuerza y sin sentido. Una canción de Tom Waits resonó dentro de su cabeza, Blow wind blow.
Repicaron campanillas en la bóveda hueca de su mente perdida. Necesitaba que bajo el pecho algo volviera a latir, que sus costillas se abrieran, se expandieran en un inmenso y reparador suspiro, que de su boca saliera de nuevo algún aliento y las palabras que necesitaba oír, las que nadie excepto él se diría, se mentiría. Fue incapaz de hablar, de decir nada, de intentar volver a engañarse. Ya no podía resistir ese silencio, esa distancia, ese final. Ya no era una inminencia, era un hecho, algo ya pasado. Ya había sucedido. Tras el último beso, dio media vuelta y se alejó. Salió de la estación y caminó hasta el parque, hasta la pradera donde habían almorzado unas horas antes, alrededor del árbol bajo el que tantas veces habían tomado besos de postre. ¿Te arrepientes?, esas fueron las últimas palabras que escuchó salir de su boca. No, no puedo arrepentirme de nada, de uno solo de los segundos que he pasado a tu lado. Eso le respondió él. Después se besaron por última vez, se saborearon y se olieron por última vez, se acariciaron las manos por última vez, se miraron por última vez. Todo pasó y se convirtió en una maldita última vez.
Miró al cielo, allá donde se perdían las ramas más altas de ese árbol amado e imponente, el único verdadero testigo de su amor. Una lluvia incesante de hojas secas caía ocre y pausada alrededor y sobre su cabeza. Quiso ser una de ellas, caer sin romperse, luego deshacerse, perderse, desaparecer convertido en briznas amarillas. Se tumbó en el suelo y quedó inmóvil mirando al cielo. Así estuvo durante muchas horas, hasta que las hojas cubrieron por completo su cuerpo. Cuando la luz dejó de atravesar el manto de pétalos secos, cuando intuyó que ya había anochecido, dejó de respirar. Nada más. Tras una leve angustia entró en un sueño plácido y luego murió serena y lentamente. Nadie llegó jamás a encontrar su cuerpo. Éste, como deseó, se deshizo poco a poco mezclándose con los fragmentos otoñales que fueron su eterna morada. Más tarde un golpe de viento se los llevó. Y un tiempo después, lo que quedó de él mezclado con la tierra, su verdadera esencia, ascendió despacio por las venas del castaño convertido en savia, en un raro néctar de amor desperdiciado… Y vivió en él otorgando sueños, belleza y esperanza a todos los amantes que, desde entonces, se acercaron a tumbarse y besarse sobre la hierba, alrededor de aquel tronco magnífico...