En el umbral de alcanzar un año en el blog. 142 post (con este) y 7738 mensajes hasta el momento. No somos el blog de La2 Noticias, que suele vapulearnos (¿verdad Mara?, jajaja), pero no está mal. El post de Maria era escaso, sí, pero como ya os hemos dicho alguna vez "no siempre se puede". Para celebrarlo habrá una sorpresa de lo que "no se ve en el Telediario", ¿cuando?, pues no se sabe, así será más sorprendente. Pronto en cualquier caso. Felicidades a todos y todas los que participáis en este espacio extraño, esto tendrá sentido mientras siga habiendo quien lo busca y lo lee. Este año es vuestro por completo. Parece que fue hace muy poco cuando nació este curioso proyecto, pero han pasado ya doce meses. La tarta y la vela serán virtuales (de chocolate, por favor). Os dejo un cuentecillo muy apropiado para festejar el alumbramiento, este día de cumpleaños y también el Día de Internet, que aquí al fin y al cabo todos somos inernautas. Os espero mañana, si queréis venir, en el encuentro digital en rtve.es, a las 13.00 h., intentaré contestar a todas vuestras preguntas, todas las que sea posible. Un abrazo.
En el umbral
Es apenas un muchacho, casi un niño. Pero ya sospecha que todo tiene un origen y mil millones de posibles consecuencias. El chaval, como si llevara a cabo un ritual antiquísimo, cierra los ojos y se arrodilla apoyando en el suelo las manos, suavemente, con los dedos muy abiertos. Las puntas de los pulgares y de los índices se tocan formando un rombo, una rara pera alargada, una vagina abierta. Se hace un ovillo, se encoge cuanto su menudo cuerpo le permite enroscándose sobre las rodillas. Coloca entonces la frente sobre el hueco que forman las manos y lo intenta una vez más. Prueba retornar a aquella madrugada del 60 en la que nació. Persigue que su cuerpo y su espíritu se separen lentamente, una vez más. El tiene un alma, lo sabe, lo ha notado muchas veces. No sólo la carne duele. Ya tan temprano lo sabe con certeza. Su mente imagina estar en ese instante, en el plácido claustro del útero, justo antes de nacer, justo antes de regresar al mundo. Respira profundo y manso, una y otra vez. Todo se va a negro muy lentamente. Deja atrás la vívida luz del día.
Al poco, un mortecino albor rompe la oscuridad carmesí en la que ha entrado. Es el signo luminoso de una inmortal maldición. Primero se siente oprimido, arrojado, angustiado. Pero comprende que aquello que avasalla, lo hace con ternura de abrazo, de caricia. Acepta los envites, se entrega a ellos. Empujan dócilmente, a empellones suaves, invitándole a emprender un viaje que ya parece inevitable. Deja que el alma goce del retorno a ese momento e intenta mirar entorno, ansioso por salir pronto de allí, por asomar un instante. Justo el tiempo preciso para ver como es afuera, para saber si eran ciertos los recuerdos que olvidó antes de nacer. Siente el insaciable desafío de la curiosidad aunque, a la vez, rehúsa el movimiento. Repudia abandonar ese universo monótono, plácido y líquido que lo envuelve. A un tiempo quiere avanzar, a un tiempo regresar. Oprime fuerte la cabeza contra el suelo, contra el reverso de los labios abiertos que los dedos componen, cada vez más dilatados. Llega a apreciarlo. Siente la testa circundada, subyugada, por una cinta suave, como una gomilla que rodara por la piel de la frente y de la nuca. Nota escalofríos, sacudidas, embestidas. La presión crece y le obliga a cerrar los ojos aún con más fuerza, le pliega hacia abajo las orejas, le ciega, le ensordece, le asfixia. Es un ahogo inmenso, como de pez sin agua. Así se siente, como un pez pescado sin afilados anzuelos, arrastrado sin pender del tenso sedal. Las branquias aletean, se abren y se cierran, baten con desesperación buscando el líquido en el aire, el oxigeno en el líquido. Aspira sangre a pleno pulmón. De repente, se precipita en un hondo desmayo resbalando hacia el vacío. Abandona la oscuridad rojiza para, sólo un segundo más tarde, mecerse en una cegadora claridad. La piel de estambre parece derretirse. La boca se separa en una mueca exasperada, por ella entran bocanadas de luz que incendian sus entrañas. Siente que lo atrapan, que una garra suave e inmensa empuña su cuello, que una fuerza inusitada tira de él y lo arrastra hacia fuera. Otra manaza agarra sus tobillos balanceándolo en el frío. A través de los párpados cerrados puede ver una gran esfera roja, hirviente. Su calor alivia la carne aterida. Necesita calor y aire, una bocanada al menos. El pecho le estalla y un dolor inmenso recorre su espalda. Escucha gritos, bisbiseos, un manantial de extraños sonidos, pitidos rítmicos, chasquidos cadenciosos, el bronco y acelerado bombear de su propio corazón. Es un rumor acompasado e indefinido, chirriante y a la vez melodioso. Siente reconfortantes refregones, un golpe dócil y firme, luego otro, y otro más. Llega el llanto, su propio trueno, como un rumor de ola que no rompe, como el rugir del cauce del río de sus lágrimas. Es el estremecedor aullido del recién llegado al mundo de los vivos. De camino a algún pasado, de regreso a algún futuro. La antigua carne, las antiguas emociones quedan atrás. Su añosa alma está ya cobijada en otro ser, en otro pequeño cuerpo de apenas cuarenta centímetros. Ha hallado un nuevo cerebro, una nueva mente, virgen aún de la pesada carga del “lado de acá”. Y ahora quiere de nuevo vivir, imaginar, albergar bellos sueños en la intacta memoria. Viajar venturoso por una niñez virgen y fragante. Recolectar recuerdos, preciosos recuerdos. Jugar, crecer, amar, pervertirse, envilecerse, envejecer, morir para volver a nacer. Para empezar de nuevo.
Pasa un avión. El alto bramido le hace despertar. Ha sido sólo un espejismo, un retozo, un juego disparatado que al fin concluye. Sólo habrá avanzado unos segundos, un par de minutos. Tal vez en otra ocasión – piensa –, consiga estar más tiempo al otro lado. Quizá pueda un día escapar definitivamente hacia otra existencia, liberarse del carrusel en el que su espíritu lleva siglos girando enloquecido y mareado. De nuevo en su escuálido cuerpecillo, de nuevo bajo la tiranía de unos pensamientos que no le incumben, que no le corresponden, que le agotan. Se incorpora entumecido por el esfuerzo, adormilado y perezoso. Canicas y chapas tintinean en los bolsillos. Estira en una rara mueca su rostro de niño, sus brazos de niño, sus piernas de niño, sus desproporcionadas manos de niño. Pálidas, tensas, todavía adormecidas. Respira agitado, aturdido. Luego, ya más sereno, se sienta en el suelo y frota con saliva las rodillas marcadas, doloridas. El muchacho, indolente, canturrea una extraña y machacona melodía que no sabe donde escuchó, si es que alguna vez lo hizo. Es una cantinela infantil, de acento y aire afrancesado. Mientras desentumece el alma y las articulaciones, rebusca en su pensamiento, entre los pedacitos dorados que restan de una niñez que se desbanda. Encuentra algunos diminutos pero valiosos recuerdos. Recuerdos antiguos que había extraviado la torpe memoria y que él, en su misteriosa liturgia, consigue arrebatar al olvido. Sencillos recuerdos de los escasos días felices. Islotes de dicha en el amargo e inmenso océano de un tiempo corto y tenebroso. Repasos, retazos al fin, que le ayudarán a comprender y a soportar las verdaderas razones y consecuencias del destino…