El orden criminal del mundo

En Portada, el veterano programa informativo de TVE, está reponiendo a través de su página web una selección de sus grandes reportajes de los últimos años. Es una buena forma de reestrenar documentales que no se encontraban en el portal de rtve.es, aunque algunos pudieran verse en Youtube, o descargarse con la mula, grabados y colgados por espectadores. Ahora le ha tocado el turno a El orden criminal del mundo, un trabajo que pretendía cuestionar las injustas bases del sistema capitalista internacional.

Seis años atrás, cuando comenzamos su rodaje, nada hacía presagiar la proximidad de la crisis financiera más grave desde 1929, cuyas consecuencias estamos hoy sufriendo en forma de enormes retrocesos sociales. Sin embargo, ya resultaba evidente la perversión internacional del modelo económico ultraliberal, y de unas instituciones políticas sometidas a los designios de ese dios cruel, implacable, todopoderoso, que denominamos libre mercado.

Para describir al monstruo recurrimos a dos voces críticas de gran prestigio: el escritor uruguayo Eduardo Galeano y el sociólogo suizo Jean Ziegler. A ellos se sumaron otras destacadas personalidades, como el dirigente campesino colombiano Héctor Mondragón; los misioneros españoles en África, José Collado y Ángel Olaran; el jurista norteamericano William Goodman; la ex-ministra de cultura de Malí, Aminata Traoré; el jurista español Baltasar Garzón; o el escritor argentino Ernesto Sábato. Sus opiniones se suman, en el intento común de examinar el orden mundial establecido bajo control de todopoderosos grupos multinacionales de capital: un sistema universal de poder, con el credo del neoliberalismo como ideología única. Un modelo extremadamente injusto, que Ziegler define como ‘mortífero y absurdo’ en el que ‘reinan, necesariamente, estructuralmente, la avidez, el deseo de poder y el cinismo más violento.’ Y que, según Galeano, ‘ha convertido al mundo en un manicomio y en un matadero.

Las críticas de Ziegler y Galeano mantienen una descarnada vigencia, seis años después de formuladas ante las cámara de TVE. La amarga descripción que hacía Galeano sobre el deterioro social resulta profética: ‘El trabajo hoy por hoy vale menos que la basura. Impunemente, los empresarios deciden quien trabaja, quien no trabaja y cuanto se trabaja. Se trabaja cada vez más a cambio de menos. Cada vez más horas a cambio de un salario menor.’ Y Jean Ziegler describe así el doble papel de las grandes corporaciones capitalistas y de las principales instituciones económicas mundiales: ‘Los verdaderos amos del mundo son invisibles, no están sometidos a ningún control social, sindical, parlamentario, son hombres en la sombra, que detentan el gobierno del mundo. Detrás de los estados, detrás de las organizaciones internacionales, hay un gobierno oligárquico de muy poca gente, muy poca gente, pero que cuenta con una potencia, una influencia, un control social sobre la Humanidad, como jamás un Papa, ni un Emperador, ni Rey alguno han tenido a lo largo de la Historia de los hombres.’ (...) ‘El Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Mundial del Comercio. Son bomberos pirómanos. Y son fundamentalmente organizaciones mercenarias de la oligarquía del capital financiero invisible, mundial.’

El agua y la sed

Informa la ONU que se ha alcanzado uno de sus Objetivos del Milenio, dos años antes de lo previsto: la mejora del acceso de la población mundial al agua potable ya es un hecho, y dos mil millones de personas lo han logrado entre 1990 y 2010.

El anuncio se ha hecho con lógica satisfacción. Y ha sido saludado como un logro por las grandes agencias humanitarias internacionales. Lo es. Pero da cierta vergüenza celebrarlo, cuando aún quedan 783 millones de personas privadas de agua potable. Es decir, el once por ciento de la población mundial continúa al margen de esa mejora. El peor escenario está, como casi siempre, en el África subsahariana, donde seis de cada diez personas todavía sufren la falta de agua. Cada día que pasa, tres mil niños mueren a causa de enfermedades --como la diarrea-- provocadas por esa carencia.

Además, hay que matizar el concepto de acceso al agua potable. El nuestro, el de las poblaciones privilegiadas, se traduce en abrir los grifos de la cocina o el cuarto de baño y que inmediatamente brote un chorro con todas las garantías sanitarias. Incluso que, junto a esos grifos, haya otros de los que el agua sale caliente. Sin embargo, para cientos de millones de personas el acceso al agua potable consiste en disponer de un pozo o una fuente públicos, para llenar unas pesadas vasijas en las que transportarla hasta sus hogares.

Pero hay que saludar el avance conseguido. Vivimos unos tiempos de retrocesos sociales, en los que escasean las buenas noticias. Y esa mejora en materia de agua, con todos los matices de insatisfacción que cabe formular a su anuncio, es por ahora el único de los Objetivos del Milenio que se ha cumplido. Las estadísticas que resumen la evolución de la pobreza invitan al pesimismo. Y a la lucha.

Saramago y la felicidad

Pilar del Río, la compañera que mantuvo vivo a José Saramago durante los últimos años y que sostiene su presencia entre nosotros, cuenta que, un par de días antes de morir, el escritor le dijo: somos felices, ¿verdad?, somos felices. Fue la última pregunta de un hombre que ya conocía todas las respuestas, que supo resolver las grandes dudas con una coherencia admirable. Al cabo de una larga vida de luchas, marcada siempre por el impulso ético, el escritor --intuyendo que no iba a tardar en dormirse-- buscó una vez más la serenidad en los ojos de su mujer, con una pregunta que contenía el mayor anhelo del hombre y, también, el balance final más hermoso que pueda hacerse.

LOS OJOS DEL PÚBLICO

El Canal 24h ha comenzado a emitir una pequeña serie de documentales, como homenaje a seis grandes camarógrafos de TVE. Tiene un título poco atractivo, que tal vez pretenda ser una referencia culta a Dziga Vertov: ‘El ojo en la noticia’. Pero vale la pena esforzarse en localizar este breve espacio en la parrilla del 24h, para conocer a media docena de operadores, y escucharles contando algo de lo mucho que vivieron durante sus años de brillante trabajo en los informativos de TVE: Evaristo Canete, Jesús Mata, José Luís Márquez, Miguel Ángel Martínez, Laureano González y Paco Custodio.

Son sólo seis episodios, con apenas un cuarto de hora de duración. La idea habría dado para mucho más, jugando con el magnífico legado que esos compañeros dejaron en los archivos, a base de imágenes espléndidas de situaciones conmovedoras y momentos históricos. Pero, al menos, la miniserie se ha hecho y se emite como un reconocimiento de la importancia de sus figuras personales y, sobre todo, de su oficio, en la historia de la televisión.

El primer capítulo, estrenado el pasado viernes, estuvo dedicado a Evaristo Canete, y seguirán los protagonizados por Jesús Mata y José Luís Márquez. Con los tres he tenido el privilegio de trabajar mucho y durante muchos años, casi siempre en circunstancias difíciles. Canete, intuitivo, construyendo como nadie los planos/secuencia; Mata, metódico, haciendo magia con la luz y enfatizando con los encuadres; Márquez, obstinado, con pulso firme en los peores momentos. Tres estilos distintos de rodar, con un resultado final magnífico. Junto a ellos hubo siempre ayudantes a su altura: el inolvidable Antonio Gálvez (a quien tanto hemos llorado), Fermín Rodríguez, José Martínez, Carlos Días Oliván...

Más allá del placer que supone escuchar a unos tipos cargados de experiencias intensas, la serie paga parte de una vieja deuda de la televisión con quienes son los ojos del público. Los espectadores suelen conocer a los plumillas, porque aparecemos en imagen. Y casi nunca son conscientes de que ello no sería posible sin los camarógrafos, aunque unos fugaces rótulos los mencionen. El enviado especial de televisión no es un individuo, sino un equipo, aunque solo tenga un rostro. Lo que manda --lo que debería de mandar-- es siempre la imagen. Los corresponsales podemos quedarnos a escribir en el hotel, pero los operadores tienen que salir a rodar. Ellos son los que realmente se juegan la vida en los momentos de mayor tensión. Son las cámaras, no los bolígrafos, las que recogen los hechos criminales que se intenta censurar. Por eso, los fusiles apuntan siempre a los operadores.

Adios, Juan Mari.

Dicen las encuestas de opinión que la mayoría de los españoles contemplamos a nuestros políticos como un problema. Incluso como uno de los problemas que más nos inquietan. Está claro que no inspiran confianza, ni mucho menos respeto, entre quienes -sin embargo- les votan. La razón es que se parecen muy poco a Juan Mari Bandrés: un hombre cercano, honesto, trabajador, esforzado y obsesionado por la defensa de  los derechos de todos.

Juan Mari ha muerto, cerrando definitivamente una larga etapa de ausencia, forzada por el derrame cerebral que sufrió en 1997. Aunque estuviera disminuido y enclaustrado en su hogar, sabíamos que continuaba entre nosotros, como referencia política, ética y humana. Ahora su falta definitiva hace mucho más notoria la carencia de políticos como él, capaces de devolvernos las ilusiones democráticas que nos han robado tantos ineptos y chorizos encumbrados en los aparatos del poder.

La última vez que lo vi fue en su casa de Donosti. Aunque llevaba tiempo impedido de expresar sentimientos y opiniones mediante el habla, sentí que me miraba con cariño. Un cariño mutuo, que habíamos desarrollado en el par de aventuras humanitarias que vivimos juntos, en Mozambique y en Bosnia. Los suyos me explicaron que continuaba amenazado por los energúmenos de la mal llamada izquierda abertxale. Casi aislado del mundo y postrado en una silla de ruedas, los inolvidables ejemplos de su coherencia, de la generosidad de sus ideas  y de su disposición a luchar contra la injusticia, todavía resultaban insoportables para quienes recurrían a las pistolas como argumento ideológico.

A aquella frase afortunada de que ‘el fascismo se cura leyendo’ se podía añadir otra receta, igualmente placentera, contra la enfermedad de la intolerancia y la violencia: el fascismo se previene y remedia escuchando a hombres como Juan María Bandrés. Lástima que escaseen tanto.

Gadafi: un cadáver que apesta

Qui prodest? El antiguo latinajo es una pregunta básica para esclarecer crímenes y atropellos contra el Derecho: ¿quién se beneficia? Aplicado a la muerte de Gadafi, la respuesta no admite dudas: la ejecución extrajudicial del tirano libio impide que testifique ante la Corte Penal Internacional, y sirve para ocultar las complicidades con su dictadura de los mismos gobiernos democráticos que han contribuido militarmente a su caída.

Con el estilo norteamericano heredado del far west, Hillary Clinton había exigido que Gadafi cayera muerto o prisionero. Lo anunció en el orden tradicional de los carteles de Wanted dead or alive. La sentencia se cumplió. El siniestro coronel fue apresado vivo y, tras implorar clemencia en vano, asesinado de un tiro en la sien izquierda. Se le hurtaba así un importante reo a la Justicia Universal. Tampoco fue el único crimen del último día de la guerra en Libia: un hijo del dictador, Mutasim, fue igualmente detenido y ejecutado. Lo filmaron sentado, fumando y dando unos tragos de agua. Pero poco después llegó la imagen de su cadáver.

Nadie puede llorar por un canalla como Gadafi. Pero nadie puede aceptar que fuera tiroteado como un chacal. La noticia de su muerte fue festejada por sus enemigos, demostrando ser partícipes de la misma barbarie que decían combatir. En Informe Semanal, la fiscal Dolores Delgado lamentaba el asesinato ‘por la civilización, porque necesitamos mantener unos valores y unos principios de justicia penal universal.’ Se quejaba de que esta no pudiera imponerse sobre las presiones diplomáticas y económicas, pese a que ya existan los instrumentos precisos para juzgar internacionalmente, con plenas garantías, a criminales políticos como Muamar el Gadafi.

A lo largo de más de cuarenta años en el poder, Gadafi compuso figuras políticas opuestas. Primero fue un panarabista a lo Nasser; después, pasó por ser un líder revolucionario islamista, laico y tercerista; más tarde, apoyó a los tiranos más sanguinarios de África y patrocinó acciones terroristas en Europa, convirtiéndose en el enemigo público de Occidente. A finales del siglo XX abominó del terrorismo, indemnizó a sus víctimas, apoyó la llamada guerra contra el terrorismo, y fue aceptado como socio preferente por sus antiguos enemigos mortales. Todo fue posible gracias a la inmensa riqueza petrolera de Libia. Por último, la denominada primavera árabe --las triunfantes revueltas populares en Túnez y Egipto-- hicieron creer a los países de la OTAN que había llegado la hora de librarse de tan incómodo como excéntrico personaje.
 
Da grima contemplar las todavía recientes imágenes de Gadafi con Obama, con Sarkozy, con Berlusconi... pero también con José María Aznar (a quien regaló un caballo) y con José Luís Rodríguez Zapatero. El delicado aroma del petróleo embellecía al inaceptable sátrapa libio. El mismo perfume tapará ahora la peste de su cadáver, embriagador hasta olvidar el común ejercicio cínico de los gobernantes más democráticos del mundo, siempre dispuestos a cerrar los ojos ante la barbarie, y a abrazar a los tiranos más abyectos a cambio de garantizarse unos contratos de suministro energético.

La herencia maldita que deja Gadafi es su propio cuerpo, trizado por las balas, y expuesto de forma indigna sobre una colchoneta, en una cámara frigorífica. Una evidencia de la barbarie que alienta entre los triunfadores de una rebelión armada, que --con el trasfondo del dominio sobre el petróleo de Libia-- se presentó como una lucha por los ideales de la libertad y la democracia, y fue impulsada hasta la victoria por el poderoso martillo militar de la OTAN. Otra vergüenza histórica.

 

Reportaje sobre la caída de Gadafi en Informe Semanal.

¿A quién le importa Somalia?

Doce millones de personas sufren las consecuencias de una gravísima hambruna que afecta a territorios de Kenya, Etiopía y Yibuti. Pero, sobre todo al centro y sur de Somalia, donde la peor sequía que se recuerda se ha visto agravada por las consecuencias de la guerra, ante la pasividad  indiferente de las grandes potencias económicas.

El mundo enriquecido no quiso impedir esta inmensa tragedia e ignoró las voces que la anunciaban desde hace más de ocho meses. Primero, las instituciones económicas mundiales permanecieron impasibles ante el gravísimo deterioro de las condiciones de vida en la región, a causa de la peor sequía de las últimas seis décadas. Después, a comienzos de este año, las Naciones Unidas tampoco supieron reaccionar ante la llegada diaria a Kenya de unos 15.000 fugitivos somalíes, en busca de de agua y comida. Finalmente, los estados más poderosos --pendientes sólo de la crisis financiera-- tardaron demasiado tiempo en reconocer la gravedad de la situación. El pasado 21 de julio se declaró la hambruna en dos zonas de Somalia. La ONU elevó los fondos de ayuda humanitaria hasta los 2.480 millones de dólares. Pero solo ha conseguido recaudar poco más de la mitad. Y la situación continúa agravándose.

En Somalia hace años que desapareció el estado. Un gobierno sin autoridad, instalado por las tropas etíopes, combate contra un mosaico de milicias islámicas, próximas a Al Qaeda. Los rebeldes --que controlan las zonas más castigadas por la hambruna-- rechazan con violencia el auxilio extranjero. Pero no son los únicos que han actuado de forma despiadada. Barack Obama obstaculizó durante un tiempo crucial (desde abril de 2010 hasta comienzos de este mes) que la ayuda humanitaria llegara a las zonas controladas por los islamistas radicales.

Hacía casi veinte años que no se declaraba una hambruna. Para que se emplee el término hambruna tienen que darse condiciones tan extremas como que el 30 por 100 de los niños sufra desnutrición aguda, y fallezcan dos adultos o cuatro niños por cada 10.000 habitantes. En esta crisis se están rebasando esas cifras y en algunos sitios --como la localidad etíope de Dollo Ado-- se han contabilizado más de siete muertes diarias. ¿A quien le importa? Este drama colosal permanece silenciado, casi olvidado por los medios de comunicación, sin que provoque el escándalo moral de otros desastres anteriores.

Unicef denuncia que más de dos millones de niños sufren las consecuencias del hambre y 600.000 se encuentran en alto riesgo. Sin embargo, todavía no conocemos la peor cara del desastre. Porque la mayoría de las imágenes que nos llegan están rodadas en los campos de refugiados de Kenya, donde las víctimas de la hambruna ya reciben cuidados. Pero en las zonas más profundas de Somalia ni siquiera hay quien cuente a los muertos ni levante acta del sufrimiento de millones de olvidados.

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El peligro amarillo

(Desde Hong Kong)

En los tenderetes del Cat Market, junto al mítico bar inexistente de Suzie Wong, se liquidan los restos icónicos de la revolución cultural: efigies de Mao, retratos de la banda de los cuatro, pósteres de campesinos y obreros entusiasmados, relojes con el rostro impasible del Gran Timonel y sus brazos como manecillas, cuya alarma ponía fin al sueño revolucionario convertido en pesadilla. Y cerámicas de escenas ejemplares, que reflejan los peores momentos de aquella tragedia social, con burgueses arrodillados, bajo las botas de los guardias rojos, y sus faltas escritas en cartelones colgando del cuello. Recuerdos de un pasado doloroso, aún cercano, convertidos en souvenirs turísticos, que compran los privilegiados herederos de quienes derrotaron políticamente al comunismo más radical y supieron convertirlo en aliado del capitalismo.

Cincuenta años atrás se acuñó la expresión peligro amarillo, para referirse a una supuesta amenaza china, basada tanto en el crecimiento del país más poblado del mundo como en el enloquecimiento del maoísmo. No duró mucho. La absurda revolución cultural fue efímera. Se impuso el ancestral pragmatismo chino. La diplomacia del ping-pong inició un entendimiento entre Washington y Pekín. Y el coloso chino fue, poco a poco, aceptando las leyes implacables del mercado y la moral de conveniencia de sus antiguos enemigos. Hoy, la China e piú vicina que nunca.

El peligro amarillo no dejó de existir. Simplemente se transformó. Y es más grave que nunca. El comunismo se desvaneció. Sus ideales, excesos, avances, crímenes y logros forman parte de un pasado convulso, definitivamente muerto y sepultado en la Historia. Pero el sistema híbrido que lo ha reemplazado representa una amenaza mucho más real. Las prácticas despiadadas del capitalcomunismo se ciernen sobre nosotros. Un  nuevo modo de producción asiático intenta imponerse como modelo universal, mediante una renovada versión de las formas de explotación laboral, y sobre la falta de esperanzas políticas. Los recortes, impuestos por el gobierno invisible de las grandes corporaciones financieras, conducen a un retroceso social mundial, desmantelando las principales conquistas políticas del siglo XX.

Hong Kong, que Milton Friedman señaló como paradigma del capitalismo triunfante durante los últimos años del dominio colonial británico, también hoy puede servir de ejemplo. Tras su esplendor económico se ocultan las últimas consecuencias del nuevo modo de producción asiático/universal. Basta con entrar en los talleres y hablar con los obreros, sorteando a los vigilantes. O con visitar las viviendas humildes de Mong Kok, donde los más desamparados se hacinan en las casas/caja. En una de ellas, un anciano llamado Wu, me invitó a una taza de té, en los cuatro metros cuadrados del hogar que compartía con su esposa y su hija: una litera, tres banquetas, un cajón para guardar la ropa, un retrete sin puertas y una cocina comunes al final del pasillo, formaban el escenario final de una vida de interminables jornadas de trabajo. Nadie mejor que él para exponer en qué consiste el renovado peligro amarillo.

Nunca di crédito a los afamados adivinadores del porvenir de Temple Street. Pero ahora empiezan a causarme miedo, porque acaso puedan ver nuestro futuro mirando a su alrededor. Aunque el oráculo más claro y alarmante esté en las bolsas de valores --los únicos valores por los que aún se muere y se mata-- y los criminales designios de sus principales gestores.

¿Antisemitas o antisionistas?


Mister Raphael Schutz, embajador saliente de Israel, se ha despedido de España de forma grosera. En una carta abierta dice que no lo pasó bien aquí, y que los españoles somos mayoritariamente antisemitas. Lo primero carece de importancia: entre las funciones de los embajadores no figura pasarlo bien; y algo de culpa tendrá mister Schutz si no ha conseguido disfrutar un poco, en un destino tan envidiado por sus colegas como es Madrid. Lo segundo es una falacia que denota la cultura política de la mentira, profundamente arraigada en el estado que representa ese diplomático tan poco diplomático.

Lo de ser antisemita es igual que lo que fue ser antiespañol. Años atrás, los aparatos de propaganda de la larga dictadura que padecimos calificaban oficialmente como antiespañol a todo lo que fuera antifranquista. Hoy, los aparatos de propaganda del estado de Israel califican de antisemita a todo lo que sea antisionista o, mejor, anti-nacionalsionista.

A los españoles nos ofende que nos califiquen de antisemitas. Es un insulto grave que no merecemos. Hay una minoría xenófoba, racista, fascista y estúpida, como en tantos otros países. Pero en nuestra sociedad no se advierten síntomas colectivos de antisemitismo. Lo que hay son múltiples signos de rechazo ante el nacionalsionismo que late en las entrañas Israel, de escándalo ante los métodos criminales de su ejército y su policía política, y de condena ética ante el sistemático atropello de los derechos humanos que practican sus gobiernos.

La cuestión que subyace en la tontería oficial escrita por míster Schutz es si se puede denunciar los crímenes cometidos por el Estado de Israel sin ser considerado antisemita. Si la respuesta fuera negativa, llegaríamos a la absurda conclusión de que hay una profunda tradición antisemita en los sectores más lúcidos de la población judía de todo el mundo. Y que esa minoría crítica de ciudadanos israelíes que se opone a la barbarie nacionalsionista está alimentada por el antisemitismo.

Einstein, Arendt y el rabino Cardoso denunciaron en 1948 el insoportable parecido entre los nazis y los grupos sionistas entonces más activos (como el terrorista Irgun) ‘por su organización, metodología y filosofía política’. ¿Eran antisemitas o antisionistas? ¿Es antisemita Gideon Levy, asesor de Simon Pérez, por denunciar que ‘la actitud de Israel excede toda proporción y sobrepasa todos los límites de lo ético, de lo humano, del derecho y de la sabiduría.’ ¿Cabe considerar antisemita a Ari Folman por su película ‘Vals con Bachir’, refiriendo algunas de las atrocidades militares cometidas por Israel?

Desde luego, no echaremos en falta a míster Raphael Schutz. Lo de menos, sus insultos y sus mentiras. Lo peor, su manifiesta complicidad con la política criminal del Estado nacionalsionista, mucho más allá de las obligaciones de su cargo. Aquí no gusta esa clase de gente. Su parecido a los nazis es insoportable.

Derecho a la propiedad y derecho a la vida

Un nuevo grito de alarma sobre la situación en Haití se ha hecho oír a través de una nota de prensa de la ONG Intermón-Oxfam: de los 630.000 desplazados por el terremoto, que perdieron sus ya precarias viviendas y permanecen desde hace más de año y medio en campos de acogida, alrededor de 100.000 corren el riesgo de verse desalojados de las tiendas de campaña. Es decir, uno de cada cinco damnificados que perdieron todo a causa del seísmo, pueden volver a quedarse sin sus hogares, víctimas del terremoto político que suponen las reclamaciones de los propietarios de las tierras donde se alzan sus alojamientos provisionales.

El gobierno haitiano --recién surgido de unas elecciones-- se muestra dispuesto a restaurar el derecho a la propiedad sobre los terrenos que fueron ocupados por una avalancha de desamparados. Nadie preguntó a quien pertenecían los solares cuando hubo que improvisar campos de acogida para más de un millón de personas que habían quedado sin techo. Y, desde hace tiempo, los dueños de esos terrenos insisten en que las autoridades desalojen a los damnificados. Nadie discute su derecho. Pero, hasta ahora, tampoco nadie ha proclamado en Haití el indiscutible principio universal de que el derecho a la vida está por encima de la propiedad privada.

Los registros de la propiedad, entre otros millones de documentos, quedaron sepultados por los escombros de los edificios oficiales que se derrumbaron. Las estructuras de la Administración de Justicia también resultaron seriamente dañadas por el seísmo. No hay, pues, posibilidad de pleitear. La devolución de las tierras a quienes dicen ser sus propietarios tendrá que ser, en la mayoría de los casos, por decisión gubernamental. Y los poderosos --esa clase social dominante, compuesta por un cuatro por 100 de la población pero que controla el 64 por 100 de la riqueza-- sabrán y podrán defender mejor sus intereses que los analfabetos indefensos que sobreviven en los campos de acogida.

Las organizaciones humanitarias en Haití tendrán que permanecer vigilantes para denunciar los abusos que puedan cometerse. Los ciudadanos, de cuyos impuestos sale el dinero que el Estado español está destinando a Haití, deberíamos de exigir a nuestro gobierno que advierta al de Puerto Príncipe contra posibles desalojos de damnificados. Para que los dueños de las tierras puedan recuperarlas habría antes que garantizar el realojo de sus ocupantes, en condiciones de mínima dignidad. Las mismas, al menos, de que disponen en los campamentos atendidos por la ayuda internacional.

Vicente Romero


Vicente Romero es uno de los reporteros más veteranos de TVE. Desde este blog cuenta sus viajes a los lugares donde viven los más desfavorecidos del mundo. Si hace falta izar una bandera de palabras para definir contenidos e intenciones, puede servir el verso de José Martí que da título a este blog.
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