LA NAVIDAD DE LOS POCILLOS
‘Suena el Manguaré, suenan los tambores al amanecer’, cantan los niños durante las celebraciones navideñas en las aldeas olvidadas del río Puinahua, en el selvático corazón de la Amazonia peruana. ‘Las ollas vacías, triste Navidad’, repiten conscientes de su extrema pobreza al entonar el villancico más popular entre cuantos les enseñaron los misioneros que comparten su abandono. ‘Pidiendo Justicia, suena el Manguaré’. Las letras navideñas se enriquecen con palabras de denuncia y rebelión, conforme a los principios de la llamada Teología de la Liberación, tan perseguida por una jerarquía vaticana acartonada entre dogmas y oropeles
Recuerdo unos días como estos en Ancash, una aldea de 142 habitantes con casas de bambú y cañizo, donde un sacerdote peruano de aspecto antiguo --gafas redondas de concha y blanca barba hasta la cintura-- llamado Jorge Vargas La Rosa recorría las casas pidiendo una aportación en alimentos para la ‘reunión de los pocillos’: la cena navideña a la que acuden sus empobrecidos habitantes, llevando ‘pocillos’ (pequeños recipientes) para repartir en ellos lo que el cura hubiera logrado juntar. A veces, un poco de chocolate con azúcar supone una fiesta para los más pequeños. Pero siempre es una ocasión de superar rencillas y sentirse unidos, de compartir lo poco de que disponen y vivir la Navidad.
Los niños que crecen en la miseria amazónica entonan con dulzura unos villancicos sencillos que son como gritos de alarma. Voces que nadie escucha en este lado del mundo donde la Navidad, aunque continúe siendo una festividad religiosa, responde al culto de un dios con otros valores, de naturaleza muy diferente a la expresada en esa leyenda tan hermosa de la criatura que nació en el desamparo y el exilio. Aquel es un dios de empobrecidos y el de aquí, de enriquecidos. Este dios tiene sus templos en los comercios de lujo y sus altares más renombrados llevan nombres transnacionales. Sin embargo no es un dios nuevo, sino mucho más antiguo que el de la cueva de Belén; una divinidad bíblica más implacable y despiadada aún que la representada en la zarza ardiente y que daba voces en el monte Sinaí. Simbolizada en el becerro de oro, sus adoradores entonan las cotizaciones de bolsa y salmodian beneficios financieros. (Las pérdidas siempre las trasladan silenciosamente a los ‘paganos’, en un milagro cotidiano que constituye la esencia de su liturgia) Un dios cruel y fracasado en la prometida multiplicación ad infinitud de los panes y los peces mediante la especulación universal. Un dios que requiere el sacrificio de millones de niños en sus altares de hambre, comercio desigual y latrocinio de materias primas, mientras sus sumos sacerdotes imploran al todopoderoso Mercado Libre la resurrección de la Banca privada.
Hasta para los anticlericales tan redomados como yo, la cristiana Navidad de los empobrecidos --en el Amazonas, o en Etiopía, o en Camboya, o en tantos rincones donde se escenifican los crímenes del sistema económico liberal-- resulta entrañable e invita al respeto, al recogimiento, a la solidaridad. Como la Navidad de los apóstoles del latrocinio --incluido su propio Judas, Madoff-- provoca rechazo y náusea.