Los que mandan en los que mandan
A ver, ¿quien manda aquí? La vieja pregunta irónica nunca había tenido una respuesta tan clara: un complejo entramado de corporaciones económicas, tan impúdico como despiadado, agrupa a quienes mandan en los que mandan. Sin embargo, pese al descaro con que ejercen su poder, los medios de comunicación suelen ignorar esa evidencia.
Poco antes de las elecciones norteamericanas de noviembre, el irreductible Noam Chomsky formulaba la enésima denuncia de cómo las grandes sociedades financieras invierten en política para crear y mantener instrumentos de control sobre el aparato del Estado democrático. Chomsky citaba el análisis de Thomas Ferguson --uno de los más lúcidos economistas actuales-- sobre la metodología que han desarrollado para asegurarse la defensa de sus intereses por parte de legisladores y autoridades ejecutivas.
Esas inversiones en elementos de control político, que resultarían escandalosas en las democracias europeas, son perfectamente legales en los Estados Unidos. A este lado del Atlántico, los grandes grupos económicos todavía se mueven en las sombras; pero en Norteamérica disponen de agentes oficiales que actúan dentro del propio Congreso. Los lobbies forman parte de la vida política de Washington. Y su desfachatez ha ido en aumento durante los últimos años: más allá de la discreta actividad legal de sus oficinas políticas, las grandes compañías dedican enormes sumas de dinero a la publicidad electoral de candidatos dóciles a sus designios.
En las elecciones legislativas de noviembre se gastaron 3.000 millones de dólares en propaganda política transmitida por televisión. ¿Quién pagó las facturas? Según la acreditada periodista Laura Flanders, las principales compañías inversoras en política fueron British Petroleum (responsable del vertido del Golfo de México), y las empresas agrícolas que especulan con alimentos en la Bolsa de Chicago. Meses atrás la Corte Suprema estableció --mediante una resolución denominada Ciudadanos Unidos-- que las corporaciones económicas tienen los mismos derechos que las personas. Y, por increíble que resulte, dictaminó que limitar sus gastos en publicidad electoral equivaldría a impedir su libertad de expresión.
En su reciente libro Obama’s war, Bob Woodward, (el periodista que, junto a Carl Bernstein, destapó el escándalo Watergate y causó la caída de Nixon) demuestra que los intereses del todopoderoso complejo militar industrial norteamericano priman sobre los criterios del presidente de los Estados Unidos. Woodward asegura que Obama se enteró --durante una reunión del Consejo Nacional de Seguridad un año atrás-- de quien manda aquí cuando los principales jefes del Pentágono le impusieron sus criterios sobre Afganistán bajo amenaza de desobedecerle.
Juan Gelman --cuyos artículos en el diario argentino Página12 procuro no perderme-- cuenta que cuando Michael Moore leyó el libro de Woodward, comparó el título militar de Comandante en Jefe que ostenta Obama, con el de Empleado del Mes del Burguer King de su barrio. Recuerda Gelman que al presidente Johnson le pasó en 1963 lo mismo que a Obama, cuando sus centuriones le dijeron lo que tenía que hacer en la guerra de Vietnam. Y que el general Eisenhower, en 1961, fue el primero en denunciar el poder de los centuriones al servicio de la industria armamentista. Hoy las cosas están mucho peor que entonces. Porque ese grupo de intereses entrelaza sus tentáculos políticos con los de otras corporaciones económicas, formando una densa tela de araña que envuelve a la Casa Blanca y se extiende por todo el mundo.