Adios, Juan Mari.
Dicen las encuestas de opinión que la mayoría de los españoles contemplamos a nuestros políticos como un problema. Incluso como uno de los problemas que más nos inquietan. Está claro que no inspiran confianza, ni mucho menos respeto, entre quienes -sin embargo- les votan. La razón es que se parecen muy poco a Juan Mari Bandrés: un hombre cercano, honesto, trabajador, esforzado y obsesionado por la defensa de los derechos de todos.
Juan Mari ha muerto, cerrando definitivamente una larga etapa de ausencia, forzada por el derrame cerebral que sufrió en 1997. Aunque estuviera disminuido y enclaustrado en su hogar, sabíamos que continuaba entre nosotros, como referencia política, ética y humana. Ahora su falta definitiva hace mucho más notoria la carencia de políticos como él, capaces de devolvernos las ilusiones democráticas que nos han robado tantos ineptos y chorizos encumbrados en los aparatos del poder.
La última vez que lo vi fue en su casa de Donosti. Aunque llevaba tiempo impedido de expresar sentimientos y opiniones mediante el habla, sentí que me miraba con cariño. Un cariño mutuo, que habíamos desarrollado en el par de aventuras humanitarias que vivimos juntos, en Mozambique y en Bosnia. Los suyos me explicaron que continuaba amenazado por los energúmenos de la mal llamada izquierda abertxale. Casi aislado del mundo y postrado en una silla de ruedas, los inolvidables ejemplos de su coherencia, de la generosidad de sus ideas y de su disposición a luchar contra la injusticia, todavía resultaban insoportables para quienes recurrían a las pistolas como argumento ideológico.
A aquella frase afortunada de que ‘el fascismo se cura leyendo’ se podía añadir otra receta, igualmente placentera, contra la enfermedad de la intolerancia y la violencia: el fascismo se previene y remedia escuchando a hombres como Juan María Bandrés. Lástima que escaseen tanto.