Gadafi: un cadáver que apesta
Qui prodest? El antiguo latinajo es una pregunta básica para esclarecer crímenes y atropellos contra el Derecho: ¿quién se beneficia? Aplicado a la muerte de Gadafi, la respuesta no admite dudas: la ejecución extrajudicial del tirano libio impide que testifique ante la Corte Penal Internacional, y sirve para ocultar las complicidades con su dictadura de los mismos gobiernos democráticos que han contribuido militarmente a su caída.
Con el estilo norteamericano heredado del far west, Hillary Clinton había exigido que Gadafi cayera muerto o prisionero. Lo anunció en el orden tradicional de los carteles de Wanted dead or alive. La sentencia se cumplió. El siniestro coronel fue apresado vivo y, tras implorar clemencia en vano, asesinado de un tiro en la sien izquierda. Se le hurtaba así un importante reo a la Justicia Universal. Tampoco fue el único crimen del último día de la guerra en Libia: un hijo del dictador, Mutasim, fue igualmente detenido y ejecutado. Lo filmaron sentado, fumando y dando unos tragos de agua. Pero poco después llegó la imagen de su cadáver.
Nadie puede llorar por un canalla como Gadafi. Pero nadie puede aceptar que fuera tiroteado como un chacal. La noticia de su muerte fue festejada por sus enemigos, demostrando ser partícipes de la misma barbarie que decían combatir. En Informe Semanal, la fiscal Dolores Delgado lamentaba el asesinato ‘por la civilización, porque necesitamos mantener unos valores y unos principios de justicia penal universal.’ Se quejaba de que esta no pudiera imponerse sobre las presiones diplomáticas y económicas, pese a que ya existan los instrumentos precisos para juzgar internacionalmente, con plenas garantías, a criminales políticos como Muamar el Gadafi.
A lo largo de más de cuarenta años en el poder, Gadafi compuso figuras políticas opuestas. Primero fue un panarabista a lo Nasser; después, pasó por ser un líder revolucionario islamista, laico y tercerista; más tarde, apoyó a los tiranos más sanguinarios de África y patrocinó acciones terroristas en Europa, convirtiéndose en el enemigo público de Occidente. A finales del siglo XX abominó del terrorismo, indemnizó a sus víctimas, apoyó la llamada guerra contra el terrorismo, y fue aceptado como socio preferente por sus antiguos enemigos mortales. Todo fue posible gracias a la inmensa riqueza petrolera de Libia. Por último, la denominada primavera árabe --las triunfantes revueltas populares en Túnez y Egipto-- hicieron creer a los países de la OTAN que había llegado la hora de librarse de tan incómodo como excéntrico personaje.
Da grima contemplar las todavía recientes imágenes de Gadafi con Obama, con Sarkozy, con Berlusconi... pero también con José María Aznar (a quien regaló un caballo) y con José Luís Rodríguez Zapatero. El delicado aroma del petróleo embellecía al inaceptable sátrapa libio. El mismo perfume tapará ahora la peste de su cadáver, embriagador hasta olvidar el común ejercicio cínico de los gobernantes más democráticos del mundo, siempre dispuestos a cerrar los ojos ante la barbarie, y a abrazar a los tiranos más abyectos a cambio de garantizarse unos contratos de suministro energético.
La herencia maldita que deja Gadafi es su propio cuerpo, trizado por las balas, y expuesto de forma indigna sobre una colchoneta, en una cámara frigorífica. Una evidencia de la barbarie que alienta entre los triunfadores de una rebelión armada, que --con el trasfondo del dominio sobre el petróleo de Libia-- se presentó como una lucha por los ideales de la libertad y la democracia, y fue impulsada hasta la victoria por el poderoso martillo militar de la OTAN. Otra vergüenza histórica.