El taxi y las gafas
Dicen que coger un taxi en hora punta en Pekín es más difícil que conseguir hueco en un bote salvavidas del Titanic. Pero si además vas acompañada de tres niños pequeños, probablemente resulte más fácil encontrar trabajo en España. Me ocurrió el otro día, cuando me ofrecí voluntaria para una tarea que, en principio, no me pareció lo que se dice heroica: recoger a mi hija y dos amiguitos del cole y llevarlos a una de esas fiestas de cumpleaños que se celebraban en una piscina olímpica de bolas.
Los niños, que ya se lo saben, se escondieron detrás de un seto mientras yo estiraba el brazo a la espera de que parase alguien. Es la estrategia que has de seguir cuando llevas bultos, tengan o no patas (las maletas o las bolsas de la compra hay que procurar ocultarlas si pretendes llegar algún día a tu destino). A los taxistas les horrorizan los niños, porque dan patadas y ensucian los asientos, que siempre llevan cubiertos con un forro azul o blanco (que, por cierto, deshabilita los cinturones de seguridad). Tampoco les gustan los extranjeros, porque hay que hacer el esfuerzo de entenderles y, –en esto les doy la razón– no suele ser fácil. De modo que la combinación más desafortunada en que te puedes encontrar para encontrar taxi es ser extranjero con niños.
En esas estaba yo cuando, tras numerosos intentos (el taxi para. Yo aviso a los niños. Cuando el taxista los ve, sale disparado) por fin conseguimos introducirnos en uno. Pero he aquí el otro problema. La segunda cosa que más rabia da a los conductores, después de las patadas de los niños, son los mapas. Hablamos de mapas en chino, por supuesto. Ya sea porque un buen número de taxistas tiene mal la vista y no consigue entender los caracteres, porque no se orientan o cualquier otra razón que desconozco, el caso es que cogen el mapa y hacen lo mismo que G.W. Bush cuando iba a hacerse fotos en los colegios y le pillaban con el cuento de Pinocho del revés.
En una ocasión, cuando volvía del aeropuerto, el taxista paró en medio de la autopista y, tras un par de llamadas de teléfono, me hizo salir y cambiarme a otro taxi diferente. Otra vez, el conductor paró en medio de la carretera y, con unos gestos bastante simpáticos, me indicó que tenía que orinar. La cuestión es que una vez que has conseguido un taxi, por supuesto, no lo sueltas. No importa que el taxista fume, eructe o se pase el trayecto expectorando y lanzando escupitajos (esto último es tan inevitable como la puesta de sol).
Más de tres millones de personas usan taxi en Pekín a diario. Esto es más de 90 millones al mes. ¡Por eso estoy tan ocupado!
En las oficinas de correos: bolígrafo, páginas amarillas, y gafas de cerca, de esas que tendrían que usar los taxis.